Habla Conmigo | Fala Comigo | Talk to Me
Estudiante de Nacionales en la Universidad Nacional de Colombia, estudiante de portugués y profesor de español
21 de septiembre 2022
Hace algunos días estaba recordando una de las experiencias más enriquecedoras de mi vida, a propósito de mi infancia. Desayunar pan de bono con café recién molido es inefable, más si estamos en tierras altas con temperaturas frías (como para echarse a dormir todo el día). Recuerdo a mi abuelo, un ciudadano del Cauca, que trabaja por su tierra y lo hace de la forma más placentera posible. Puedo recordar algunos chistes y juegos de palabras mientras sacaba la papa de su huerta, bajaba los plátanos del platanal o revisaba los frutos que colindan a su finca.
Tenía aproximadamente nueve años cuando fui, por primera vez, al Cauca. Mi dieta era de trigo, salchichas, salchichón, gaseosas, fritos, etc. Amaba la comida procesada y para ser sincero me gusta un poco todavía. El conflicto entraba a la hora de almorzar en familia porque no me gustaban algunos alimentos como las verduras: zanahoria, alverja, brócoli, entre otros; y los tubérculos: papa, yuca, yautía, rábano y ñame (los principales de la región colombiana). Estando con mi abuelo tuve que adoptar la dieta que odiaba. En su finca no había ni una tienda, supermercado o cualquier punto de venta de mecato. La primera impresión fue aterradora al no ver lo que me gustaba y ver sólo cultivos; pensaba que en definitiva no iba a comer bien, por lo menos, mientras estuviese allí. La finca de mi abuelo queda a una hora, en moto, del pueblo principal, donde sí hay tiendas. Entonces, ahí viví en carne propia, cuando apenas era un infante, lo que se llama “resignación”
En horas de la mañana el vapor del café acariciaba mi rostro, daba abrigo a mi nariz fría y el viento helado se iba atenuando (como ven, en Colombia hasta los niños tomamos café). Sobre las once de la mañana mi abuelo me anima a que lo acompañe a mercar y yo estaba dispuesto a ir para comprarme una bebida o algo así. No tardó mi sorpresa. Mi abuelo me llevó a una parcela (en su finca) y la tarea era tenerle el costal mientras sacaba papa y algunas verduras para acompañar el caldo de gallina.
Primeramente, fue extraño para mi ver que la comida no tuvo un proceso industrial, sino que el proceso era lavar todo y quitarle la tierra. Estoy completamente seguro que nunca, en mi vida, había probado comida tan llena de vida, nunca había comido cosas que me eran despreciables y, sobre todo, comerlo al punto de querer repetir hasta saciarme completamente. Lo anterior me lleva a la reminiscencia de lo íntimo que era para mí sentarme en la mesa con mi familia Caucana, algo sagrado y espiritual. Todo muy natural.
Quizás algunos se preguntarán si en una finca se puede encontrar todo lo que necesitamos para tener variedad a la hora de comer. Mi respuesta es sí. El Cauca y muchos lugares colombianos tienen la característica de ser trópicos con climas variantes, por lo tanto, esto facilita la diferencia en cultivo y la adaptabilidad de varios frutos en varias regiones. Un aspecto muy importante a considerar es que nuestras tierras al ser atravesadas por tres cordilleras nos hacen únicos en producción y biodiversidad. En épocas precolombinas, nuestros indígenas eran ingenieros de la producción agrícola; tenían campos con variedad y sobre todo entendían la resiliencia de la tierra. Ellos antes de producir, inventaban. Todo esto se propiciaba por la diversidad de clima, la cultura del cuidado y la conexión con la tierra.
Hoy en día vivo en Bogotá, capital de Colombia, y no tengo cercanía a momentos tan sagrados como ver el alimento, emanado de la tierra, a la hora de comer. Estoy seguro que muchos niños no han presenciado un arado de tierra o un almuerzo de tierra, es decir, alimentarse directamente de la tierra y no del supermercado. Nosotros no tenemos la culpa, es algo inevitable. Importamos más de lo que deberíamos, el agro colombiano se deja a un lado y el afán cotidiano nos permea. Mi invitación es hacer el intento de acercarnos más a la tierra. Quizás comprar más de lo local o visitar estos campos boyacenses tan coloridos, claro está, siempre y cuando sea posible. Lo que importa es tener una conexión con nuestra tierra, una conciencia de lo que consumimos y si eres joven, invita a tus padres a tener esta remembranza porque seguramente la tuvieron de niños.